El jefe pedía capuchino… pero quería un latte y nadie se atrevía a corregirlo
Durante años, Adam Neumann pidió exactamente lo mismo todas las mañanas: un capuchino. Lo decía con seguridad, como quien repite un ritual diario sin margen de error. Era parte de su rutina. Parte de su estilo. Parte del personaje que había construido. Pedía su café con el tono de quien está acostumbrado a que todo se haga como lo imagina. Y todos a su alrededor obedecían. El barista lo servía. Sus asistentes lo entregaban. Los que estaban cerca no cuestionaban nada. El problema era que, en realidad, lo que Adam quería… no era un capuchino. Era un latte. Solo que en su cabeza los tenía confundidos, y nadie se atrevía a corregirlo.
La historia, que parece un detalle menor, revela mucho más de lo que aparenta. Lo verdaderamente grave no fue la confusión, sino el silencio que la rodeó. Nadie le dijo que estaba equivocado. No por miedo al café. Por miedo a incomodarlo. Porque corregirlo podía interpretarse como una falta de respeto, como un intento de desafiar su criterio. Y entonces, todos prefirieron dejarlo pedir mal… y seguir sirviendo lo que no había pedido.
Esa dinámica se convirtió en el reflejo exacto de cómo funcionaba su liderazgo. Un estilo en el que lo importante no era que las cosas estuvieran bien, sino que parecieran estar bien. Donde la seguridad del jefe era más fuerte que la verdad del equipo. Donde todos sabían que algo no hacía sentido… pero callaban.
Con el tiempo, esa cultura de silencio permitió que se inflara una burbuja tan grande como frágil. WeWork se volvió un imperio sostenido por narrativa, no por estructura. Por ambición, no por sustancia. Por euforia, no por criterio. Y cuando esa burbuja estalló, no solo fue culpa de una mala estrategia financiera. También fue consecuencia de un equipo que no se sintió con permiso de decir lo que veía.
Este tipo de cultura no es exclusiva de Silicon Valley. Existe en todos lados. En empresas familiares donde el patriarca lleva décadas al mando y todo lo que dice se acata sin réplica. En compañías donde lo importante no es tener razón, sino parecer seguro. En áreas donde cometer un error cuesta millones, pero señalarlo cuesta la reputación.
He estado en juntas donde se aprueban órdenes que no van a llegar a tiempo. He visto cambios de proveedor que no van a aguantar el volumen. Rutas imposibles que todos saben que no se cumplirán. Cobranza proyectada de clientes que no pagan. Y todos lo ven. Pero nadie lo dice.
Porque incomodar es caro. Porque hablar trae consecuencias. Porque el jefe se enoja, y en algunos entornos, eso basta para aprender a quedarse callado.
Ahí es donde entran los líderes incómodos. Los que no tienen miedo de decir: “Esto no va a salir bien.” Los que se atreven a cuestionar cuando todo el mundo asiente. Los que están más preocupados por la verdad que por la aprobación.
Un líder incómodo no busca aplausos. Busca información real. Tolera que lo corrijan. Celebra al que advierte. Agradece al que incomoda. Porque entiende que el respeto no se mide por cuánto te obedecen… sino por cuánto se atreven a decirte que estás equivocado.
Y si eres parte del equipo, también tienes una responsabilidad. Aunque no seas el jefe. Aunque no tengas el poder. Si ves que algo va mal, dilo. Aunque no guste. Aunque no sea popular. Aunque tengas que decirle al fundador que lo que pidió no es lo que quiere.
Porque los equipos no se fracturan por lo que hacen mal. Se fracturan por lo que dejan pasar.
Adam Neumann nunca dejó de pedir su capuchino. Y nadie se atrevió a decirle que lo que quería… era otra cosa.
Eso no es un problema de café.
Es un problema de liderazgo.
Mario Elsner
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